domingo, 30 de mayo de 2010

Drexler, café y azúcar

Alguien me aconsejó una vez que para hacer una buena crítica o, incluso, para firmar una buena semblanza había que combinar los ingredientes de una taza de café. Todo en su justa medida. Por ello, no había que excederse en la leche y, ni mucho menos, en el azúcar. Me dijeron que el dulzor de los adjetivos, las alabanzas constantes, acaban empalagando al lector. De tal manera que la crítica, al igual que un buen café, debe dejar un pequeño poso amargo en el paladar. El café despierta y aviva el pensamiento de quien lo toma. Y la crítica, aunque sea en papel tintado, aspira a conseguir lo mismo.

Después de asistir al concierto que ofreció Jorge Drexler en Cádiz el pasado viernes, esto de hacer un buen café me resulta complicado. Principalmente porque no me encuentro escribiendo en un periódico, no tengo comensales a mi mesa y no hay quien vigile mis movimientos y mis ingredientes. Y, en segundo lugar, porque es difícil, bastante difícil, encontrarle el punto amargo a un artista de la talla de Drexler. Casi todo en él es dulce, sutil y delicado. Desde su voz hasta las letras de sus canciones, algunas de ellas cantadas a capela, sin necesidad de micrófono, ni de acompañamiento musical. Quizás, por hacerle algún caso al maestro que me dio el consejo del café y la crítica, podría decir que falló algo la acústica del Falla; o bien fue un servidor el que no puso demasiado empeño en pagar más y bajar del "gallinero" a la platea. Pero, al fin, esto no sería un disparo al cantante, sino a uno mismo.

Jorge Drexler se presentó en Cádiz casi con el nervio de un principiante o, más bien, con la humildad de quien no ha hecho méritos suficientes en su carrera. Confesó tenerle respeto a aquel auditorio y a la ciudad, al levante que humedecía las cuerdas de su guitarra y le obligaba a afinar una y otra vez. Esa humildad fue la que cautivó al público desde el inicio hasta el final. Eso y su repertorio de canciones escogidas, en su mayoría, del último disco publicado, Amar la trama. En este álbum, Drexler se presenta con optimismo, una vez superado el valle personal y emocional que trasluce en Doce segundos de oscuridad. Ahora, le acompañan en su travesía nueva compañera y nuevo hijo, y una banda de metales brillante, que se acopla a la perfección a las canciones recientes. Tiene el disco un regusto de primavera, de balcones donde brotan flores y resuena el eco de unas calles jóvenes, llenas de transeúntes y escotes. Revive la algarabía de su barrio de Chueca, pero también las milongas del Río de la Plata, de las que no desea despegarse.

Amar la trama lanza constantes guiños poéticos, desprende dejes machadianos, vientos, caminos o tramas que albergan la felicidad más que el desenlace. Tiene el apoyo de una instrumentación variada, que en directo hace las delicias de los espectadores. A día de hoy, resulta una agradable sorpresa ver tocar la batería con la mano, como hace Borja Berrueta al arrastar el pulgar por la piel del tambor. O escuchar las melodías de temas ya clásicos con el repique de la marimba, como se hizo maravillosamente en 'Aquellos tiempos', tocada nada menos que a seis manos. O extasiarse ante el sonido metálico de un serrucho, afinado por Carles Campi, que añadía notas fantasmales, abisales, a un concierto íntimo, como cantado de tú a tú, en una sala siempre en penumbra.

Si a eso se añade la compañía de tres excelentes músicos como son Martí Serra (saxo tenor), Roc Albero (fliscorno y trompeta) y Xavi Lozano (saxo barítono), que se marcó un inolvidable solo en el cierre de 'Volando voy', la crítica y el café terminan por coger un sabor penetrante. Y si quieren más azúcar, súmenle dos cucharadas de Javier Ruibal, que apareció inesperadamente sobre el escenario para cantar su himno inédito al Cádiz C.F. y un homenaje que Drexler le hizo a su "maestro" gaditano interpretando 'Toito Cai lo traigo andao' con guitarra acústica. Y habría más. Pero entonces el café ya estaría desbordado con tanto azúcar, con tanta leche y con tanto Cádiz "levantao".

jueves, 27 de mayo de 2010

En 'Territorios' de nadie

Por primera vez en trece años, no voy a asistir al Festival Territorios de Sevilla. Simplemente, no me atrae ningún concierto. Lo que tiempo atrás se inició como una ilusionante aventura de música heterogénea, independiente y, por momentos, especializada, ha caído en tierra de nadie, con la programación de un cartel muy humilde, que, sin duda, le va a pasar factura para las próximas ediciones. Ya el año pasado, por estas fechas, le dedicaba un artículo al asunto, cuando los efectos de la crisis no hacían resentir con tanta crudeza a los ayuntamientos y a las propuestas culturales. Decía entonces que Territorios marchaba sin rumbo, con una media estocada. De la muerte súbita le salvó Wilco, el mejor grupo que ha pasado no sólo por el festival, sino por la ciudad de Sevilla en muchos años. Y ahora, en este mayo caluroso que acaba, la estocada se ha convertido en puntilla, por utilizar un símil tan grotesco como la propia "fiesta" de los toros.

Comentaba también, hace doce meses, que Sevilla se merecía una programación cultural que fuera más allá de la Cuaresma, del barroco y los tópicos que han dejado ya de engatusar al turista de calcetín blanco. Quizás, para eso se necesiten políticos con una perspectiva crítica (complicado asunto), dispuestos a replantearse los modelos establecidos y a creer en los propios ciudadanos. Con el Festival Territorios, y con otros eventos como el recientemente desaparecido ciclo de Pop-Rock en el Central, Sevilla ha puesto de manifiesto que está ávida de otras actividades. Los conciertos en plazas, en espacios públicos, funcionaron hasta que a alguien se le ocurrió la funesta idea de encerrarlos en salas y ponerles precios elevados. Al final, ni hubo beneficio económico ni se proyectó el cartel a más altura. Desde entonces, poco a poco, años tras año, el nivel de Territorios fue descendiendo hasta llegar al límite preocupante de este año.

Lo siento por los seguidores de Los Planetas o de Public Enemy, pero éstos no me parecen grupos con el suficiente caché para atraer a un público numeroso. Guste o no, la alternativa pasa por incluir un gancho más "comercial". O apelar al milagro de contratar a músicos de la categoría de Wilco, como ocurrió el año pasado. Hay que ser conscientes de que la crisis económica afecta a la cultura con más intensidad que a otros sectores y que, por ello, se necesitan ideas más atractivas. A la hora de las vacas flacas, lo primero que se recortan son las ayudas a conciertos y festivales, como si éstos fueran los principales culpables del despilfarro de los consistorios. Por eso, el Festival Territorios y su director, Juan Antonio Pedrosa, tienen ahora la heroica misión de sobrevivir con lo puesto. Esperemos que la tragedia, tan del gusto sevillano, no se consume y que ese toro se zafe del descabello.

sábado, 22 de mayo de 2010

Franco Battiato o el arte de emocionar

De la infancia tengo un vago recuerdo, forzosamente idealizado, que emerge siempre que escucho alguna canción de los ochenta. En la sala de estar de la casa de mis abuelos había un viejo tocadiscos, en torno al cual nos reuníamos hermanos y primos para escuchar discos y bailar. Entre risas, se iban sucediendo canciones de los Jackson Five, Village People, Boney M, La Unión, Mecano, Miguel Bosé, Los Pecos, Camilo Sesto... Cada uno elegía la suya. Recuerdo como si fuera ayer a mi hermana dándole vueltas y vueltas a los singles de Iván –'Sin amor' y 'Fotonovela'– y Pedro Marín –'Que no' y 'Aire'–, entonces los chicos guapos de las revistas y los que más seguidoras acumulaban en España. Por lo general, yo tenía que resignarme a escuchar lo que los demás pusieran, no fuera a romper la aguja o algún vinilo, pues casi no alcanzaba la altura del tocadiscos.

Entre esas canciones, que fueron prácticamente mis nanas de infancia –o, al menos, las que han permanecido más vivas en el recuerdo–, aparecen dos de Franco Battiato, 'Voglio vederti danzare' y 'Cerco un centro di gravità permanente', que alguien del grupo familiar ponía a girar con un mínimo de gusto musical. Si la memoria no me engaña demasiado, recuerdo que esas canciones sonaban con sus letras originales, en italiano, a pesar de que las versiones en castellano ya circulaban por España con bastante éxito. Era la época pop de Battiato, el periodo de El arca de Noé y Nómadas, los años en que Martes y Trece lo parodiaban en el programa de Nochevieja y vendía en Italia casi tanto como el Thriller de Michael Jackson. Fue tanta la popularidad de Franco Battiato que llegó a participar en Eurovisión en 1984 con una canción preciosa titulada 'I treni di Tozeur', interpretada junto a Alice. Lógicamente, no ganaron. Quedaron en quinto lugar, justo detrás de Nino Bravo.

Después, Franco Battiato cayó en un olvido necesario, sanador, y su lugar como representante de la música popular italiana lo ocupó un joven gangoso llamado Eros Ramazotti, que también cantó en castellano y llenó estadios en España. Battiato, no obstante, continuó publicando discos, quizás mejores que los anteriores. Dejó sus bailes extraños, inspirados en las danzas de George Gourdjieff, y emprendió una trayectoria como cantautor místico, que no satisfizo demasiado a las casas discográficas. De hecho, sus siguientes álbumes están repletos de referencias a la doctrina del Cuarto Camino, a la unificación de las religiones, a la paz y al amor. En una vuelta de tuerca, el cantante se desdobló en director de cine, en poeta y en productor de ópera. Vocaciones artísticas que combinó con la pintura, bajo el seudónimo de Süphan Barzani.

Ahora, casi treinta años después de aquellos éxitos del "italo-progressive pop", el nombre de Franco Battiato aflora de nuevo en los diarios españoles, tras exhibir una colección de pinturas en Lodi. Esta vez, el artista se presenta con su nombre real, sin esconderse bajo ningún apodo turco o armenio. Al parecer, según leo en una información que publica El Mundo ("Franco Battiato o el arte de innovar"), el intérprete ha perdido el temor a mostrarse como pintor y desea dar a conocer una faceta desconocida, cuyos trazos corren paralelos a sus melodías y sus hermosos versos. Su apellido siciliano emerge de nuevo, y con él los recuerdos y las ansias por recuperar esas canciones que me devuelven a la infancia. A ese "tiempo sin tiempo del niño", feliz, inocente y completo.

viernes, 7 de mayo de 2010

Una serie de catastróficas desdichas: Otis Redding

Hay "colgado" en Youtube un vídeo que he podido ver una veintena de veces. Se trata de una actuación de Otis Redding, interpretando 'Try a little tenderness', una de sus canciones emblemáticas, mezcla de soul y rock. Las imágenes pueden ser de 1966 ó 1967: Redding con camisa abierta y sudada, pantalón blanco ajustado y una energía exorbitante sobre el escenario, que se traslada al espectador más allá de los años, incluso más allá de la pantalla. La emoción contenida del comienzo de la canción y el desenlace furioso, pidiéndonos que "probemos un poco de ternura", erizan la piel. Al ver esa grabación, comprende uno el desbordamiento del público cuando está a punto de acabar la actuación y se agolpa a los pies del artista. Y comprende uno, también, los motivos por los cuales Redding se ha convertido en una especie de clásico, un intérprete de culto, que merece custodiarse con aura de leyenda. Más si cabe por su intensa y desdichada trayectoria.

La historia de Otis Redding se limita tan sólo a 26 años, los que vivió entre las aguas bautismales de Georgia y las aguas fúnebres del lago Mononoa, en Wisconsin, donde se precipitó el avión en el que viajaba junto a su banda el 10 de diciembre de 1967. Redding era hijo de un ministro baptista, que llenó su cabeza de sermones y gospel. Como ha ocurrido en tantos casos de maestros del soul, el coro de la iglesia se convirtió en su primera escuela musical y en el primer escenario para curtir la voz y el sentimiento de una raza maltratada. Cuentan que en su niñez y adolescencia, se presentó a un concurso de jóvenes talentos durante 15 años consecutivos y en todos ellos ganó el primer premio. Hasta que se le prohibió participar para darle la oportunidad a otros. Lo siguiente sería probar con un grupo amateur llamado The Pinetoppers, que imitaba a sus cantantes de soul preferidos, y seguir intentándolo hasta que llegara el golpe de fortuna. Ese momento de azar ocurrió en octubre de 1962, cuando se le invitó a rellenar unos minutos vacíos en un estudio de grabación. Redding, entonces un completo desconocido, cantó la balada 'These arms of mine'. Si la imaginación vuela, podríamos dibujar la escena de unos productores estupefactos ante el filón encontrado casi por casualidad. Los dueños de la discográfica serían ahora los que habían tenido el golpe de fortuna, y no al revés.

El single entró en la lista de los cien más vendidos y fue el primer eslabón de una cadena de temas inolvidables: 'I've been loving you too long', 'Mr. Pittiful', 'Respect' o la electrizante 'Try a little tenderness', con la que acostumbraba a cerrar sus espectáculos. Entre esos directos, ha quedado para la posteridad su actuación en el Festival de Monterrey de 1967, en el que interpretó, además, su magnífica versión del 'Satisfaction' de los Rolling ante un auditorio hippie, embelasado por la potencia de su voz. En Youtube, cómo no, se pueden rescatar esos conciertos, mitificados casi al mismo nivel de Woodstock por la calidad de sus componentes: The Animals, Simon & Garfunkel, The Steve Miller Band, Jefferson Airplane, Ravi Shankar, The Mamas & The Papas, The Who, Jimi Hendrix...

Poco después de su aparición en Monterrey, Redding continuó su gira en San Francisco, en cuya bahía dicen que se recluyó. Vivió durante unas semanas en una casa-bote amarrada a un muelle, junto al mar. Al parecer, el cantante había descubierto el Sgt. Peppers de los Beatles y escuchaba su música antes de ir a dormir. La soledad, el sol de la mañana, el batir de las olas y el sonido de las gaviotas terminaron por inspirarle una canción que se convertiría en su estandarte, 'The dock of the bay', y la que, a la postre, supondría su última grabación. Era diciembre de 1967 y Redding había gastado su corta vida entre las aguas bautismales de Georgia y el noray de un muelle viendo los barcos partir. Estaba en lo más alto, flotando sobre una nube.