viernes, 16 de abril de 2010

Luz en la ciudad de la luz

Francia y sus gestores culturales tienen la virtud de privilegiar el arte por encima de cuestiones absurdas de la política. Eso, al menos, nos parece desde fuera. Quizás estemos equivocados y todo sea el resultado de una engañosa campaña publicitaria, por la que aceptamos lugares comunes del tipo "Francia respeta y fomenta la cultura". Pero no. Los datos que se ofrecen en informes no forman parte de una estrategia de márketing, aunque las compañías turísticas se sirvan de ellos en su beneficio. Las cifras acerca de la inversión del gobierno francés en prensa, editoriales, patrimonio histórico, museos o cine no van por ese camino. Quizás estemos equivocados, seguro que sí, y Francia no sea ningún "paraíso de la excepción cultural". Ahora bien, de lo que podemos estar medianamente convencidos es de que esa atención por la cultura es mucho mayor que en España.
Otra de las virtudes de los franceses se encuentra a la hora de premiar a artistas españoles, que aquí permanecen olvidados, menospreciados o, en el peor de los casos, ignorados. En muchas ocasiones, esos galardones ejercen a modo de "despertador" o de "agenda", que recuerda la existencia de tal cineasta o de tal escritor. Probablemente sea otro tópico decir que sin Francia Pedro Almodóvar no hubiese tenido el reconocimiento generalizado que le costó conquistar a nivel nacional. Reconocimiento por el que se le sigue ajusticiando, pues con cada movimiento suyo, con cada película, aparecen unos personajes casi inquisitoriales (llamados "críticos") que, sin haber visto ni tan siquiera una secuencia del filme más reciente, van armando las patas del patíbulo.

Junto a Almodóvar, tenemos otros casos célebres de éxito en Francia y denuesto en España. A bote pronto, surgen los nombres de Victoria Abril, que soporta en "casa" una vitola de ninfa envejecida, cuando es, al menos para mí, una de las actrices más perfectas que he visto en la gran pantalla; Fernando Arrabal, de cuyo pecho cuelga el sambenito (tan inquisitorial éste) de escritor "alucinado y borracho", cuando ha sido uno de los autores teatrales más rebeldes e inteligentes que han existido en la literatura española del siglo XX (cargada de tantos dramaturgos geniales); o el almeriense Agustín Gómez Arcos, novelista completamente desconocido en España, exiliado voluntariamente, al que ahora se intenta recuperar con nuevas traducciones editoriales, doce años después de su muerte y tras haber permanecido durante mucho tiempo sobre el pedestal literario de un gran lector como fue François Mitterrand. De hecho, según relata una información de El País, fue finalista del Goncourt y condecorado como Oficial de la Orden de las Artes y las Letras francesas en 1995, la más alta distinción cultural que se otorga en el país galo.

A ellos se les podrían sumar, en el terreno de la música, los nombres de Paco Ibáñez y Raimon. El último caso de estos "profetas" en Francia ha sido el de Luz Casal, cantante por la que tiene predilección un servidor. El pasado 14 de abril, Luz recibió la Medalla de Oro de París, de manos del alcalde Delanoë y la teniente de alcalde Anne Hidalgo, política, por cierto, de orígenes sanluqueños. No voy a decir que Luz Casal haya sido una "olvidada" en España, pero sí que le ha costado ganarse un lugar respetable en la música. Le ha costado mucho más que a otros, quizás por sus comienzos ligados al rock. En los noventa, con su interpretación de 'Piensa en mí', para la banda sonora de Tacones lejanos, Luz sorprendió a muchos por su capacidad para cambiar de registro y a partir de ahí se fue ganando el puesto que se merecía desde mucho antes. Bolero a bolero. O canción a canción, porque no hay género con el que no se atreva. Acostumbrada a arriesgarse, a caminar por el borde del precipicio, como ha comentado a raíz de su último disco, La pasión: "Lo que hisciste ayer no sirve para hoy. Cada día es una cosa nueva. Esa incertidumbre es la que nos agarra a todos por ahí, por esa parte, es la que nos tiene al borde del precipicio siempre".

miércoles, 7 de abril de 2010

Los principiantes absolutos de Colin MacInnes

1956 no fue un año glorioso para Gran Bretaña. Al menos, en el terreno de la política. El general Gamal Nasser movilizó a las tropas egipcias para ocupar los territorios del Canal de Suez y acabar, de una vez, con la colonización británica en una de las zonas más codiciadas del planeta: el paso marítimo entre el Mediterráneo y el Índico, que reportaba grandes beneficios comerciales al Imperio desde la época victoriana. El objetivo de Nasser era nacionalizar ese punto estratégico para construir la presa de Asuán y, de paso, despojarse del control de una Inglaterra que daba sus primeras muestras de debilidad. Sobre todo, porque el primer ministro, Anthony Eden, no tenía esta vez el apoyo militar de sus "primos" norteamericanos, parientes groseros y desgarbados, pero siempre leales a la fuerza y con más recursos en armas y en soldados dispuestos a jugársela por un salario o una medalla de héroe de guerra. Estados Unidos no estaba dispuesto a entrar en este conflicto con Egipto y comprometer "otros intereses" en Oriente Medio. Así que Nasser acabó saliéndose con la suya (también se aprovechó de ello Kruschev) y expropió una empresa vital para el gobierno inglés.
El Canal de Suez vino a ser la brecha por la que comenzó a desangrarse el Imperio británico. La herida que mostró la fragilidad inglesa ante los ojos del resto de pueblos colonizados, ávidos por repetir la hazaña egipcia. Fue el principio del fin de un periodo "glorioso" en política, y el inicio de una etapa cultural distinta, la del inward looking, la de la mirada interior, menos ambiciosa en la política, pero, quizás, más sincera en lo que respecta a su sociedad. Los años finales de los cincuenta marcaron un punto de inflexión, a partir del cual se replantearon muchos aspectos, desde la educación victoriana e imperialista hasta las formas de producción industrial. Todo ello ocurría, como siempre, ante la mirada atenta de la literatura, que fue espejo de aquellos cambios. El declive del Imperio británico aparece retratado con diferentes miradas, con diferentes estilos, pero con un sentimiento común, en las obras del dramaturgo John Osborne, en los cuentos de Angus Wilson o en las novelas de Kingsley Amis, padre del ahora exitoso Martin Amis.

Casi de la nada empezó a emerger en la literatura inglesa un ambiente que antes parecía oculto o soterrado. De ahí el underground. A partir de esas fechas comenzaron a percibirse, en la realidad y en la ficción, situaciones descarnadas (violencia en las calles, adicciones a las drogas, noches a la intemperie), muy lejanas a las almibaradas escenas del té a las cinco. Las páginas de los libros empezaron a poblarse de "junkies", proxenetas, homosexuales, inmigrantes... Pero también de jóvenes principiantes, "absolute beginners", como los calificó Colin MacInnes en su "trilogía de Londres"; adolescentes que amaban el jazz y el rock, y que acudían a los cafés de moda, al estilo francés, y no a los pubs de irlandeses, donde la calefacción y los cómodos sillones hacían más apacibles las tardes de lluvia. McInnes radiografió esa escena suburbial del West End, en la que despierta una sexualidad ambigua y en la que alzan la voz los jamaicanos y el resto de caribeños que habitan en Notting Hill, no precisamente para cantar el "Dios salve a la Reina". Los sucesos ocurridos en el verano de 1958, entre agosto y septiembre, fueron llamados "Notting Hill race riots" y un eco de aquellos disturbios (tan similares, en cierto modo, a los acontecidos en París hace cinco años) aparecen retratados en el Absolute begginers de MacInnes.

Esta novela influyó en gran medida a los jóvenes que posteriormente ocuparían las posiciones principales de la cultura anglosajona, ya fuera en la literatura, el cine o la música. En este último ámbito sólo hay que repasar la interminable lista de movimientos contraculturales que nacen a partir de los años sesenta para darse cuenta del efecto contestario: mods, beatniks, punks, etc. Todos ellos son herederos de esa fragilidad del Imperio, de ese golpe militar de Nasser, y, si bien para los conservadores, fueron el síntoma del fracaso educativo; para otros, progres y mitómanos, fueron el símbolo de un cambio generacional. Cuestión de opiniones. Lo que sí es evidente es que la música popular se transformó radicalmente en esa época y de ella bebieron grandes músicos, como Paul Weller, que se inspiró en el Absolute beginners para escribir un tema para The Jam en 1981. Y, por supuesto, el camaleónico David Bowie, que en 1986 participó en la adaptación cinematográfica de Julien Temple. Aunque Bowie no deje un registro como actor para la historia, sí merece la pena, y mucho, la canción que compuso para la película.