1956 no fue un año glorioso para Gran Bretaña. Al menos, en el terreno de la política. El general Gamal Nasser movilizó a las tropas egipcias para ocupar los territorios del Canal de Suez y acabar, de una vez, con la colonización británica en una de las zonas más codiciadas del planeta: el paso marítimo entre el Mediterráneo y el Índico, que reportaba grandes beneficios comerciales al Imperio desde la época victoriana. El objetivo de Nasser era nacionalizar ese punto estratégico para construir la presa de Asuán y, de paso, despojarse del control de una Inglaterra que daba sus primeras muestras de debilidad. Sobre todo, porque el primer ministro, Anthony Eden, no tenía esta vez el apoyo militar de sus "primos" norteamericanos, parientes groseros y desgarbados, pero siempre leales a la fuerza y con más recursos en armas y en soldados dispuestos a jugársela por un salario o una medalla de héroe de guerra. Estados Unidos no estaba dispuesto a entrar en este conflicto con Egipto y comprometer "otros intereses" en Oriente Medio. Así que Nasser acabó saliéndose con la suya (también se aprovechó de ello Kruschev) y expropió una empresa vital para el gobierno inglés.
El Canal de Suez vino a ser la brecha por la que comenzó a desangrarse el Imperio británico. La herida que mostró la fragilidad inglesa ante los ojos del resto de pueblos colonizados, ávidos por repetir la hazaña egipcia. Fue el principio del fin de un periodo "glorioso" en política, y el inicio de una etapa cultural distinta, la del inward looking, la de la mirada interior, menos ambiciosa en la política, pero, quizás, más sincera en lo que respecta a su sociedad. Los años finales de los cincuenta marcaron un punto de inflexión, a partir del cual se replantearon muchos aspectos, desde la educación victoriana e imperialista hasta las formas de producción industrial. Todo ello ocurría, como siempre, ante la mirada atenta de la literatura, que fue espejo de aquellos cambios. El declive del Imperio británico aparece retratado con diferentes miradas, con diferentes estilos, pero con un sentimiento común, en las obras del dramaturgo John Osborne, en los cuentos de Angus Wilson o en las novelas de Kingsley Amis, padre del ahora exitoso Martin Amis.
Casi de la nada empezó a emerger en la literatura inglesa un ambiente que antes parecía oculto o soterrado. De ahí el underground. A partir de esas fechas comenzaron a percibirse, en la realidad y en la ficción, situaciones descarnadas (violencia en las calles, adicciones a las drogas, noches a la intemperie), muy lejanas a las almibaradas escenas del té a las cinco. Las páginas de los libros empezaron a poblarse de "junkies", proxenetas, homosexuales, inmigrantes... Pero también de jóvenes principiantes, "absolute beginners", como los calificó Colin MacInnes en su "trilogía de Londres"; adolescentes que amaban el jazz y el rock, y que acudían a los cafés de moda, al estilo francés, y no a los pubs de irlandeses, donde la calefacción y los cómodos sillones hacían más apacibles las tardes de lluvia. McInnes radiografió esa escena suburbial del West End, en la que despierta una sexualidad ambigua y en la que alzan la voz los jamaicanos y el resto de caribeños que habitan en Notting Hill, no precisamente para cantar el "Dios salve a la Reina". Los sucesos ocurridos en el verano de 1958, entre agosto y septiembre, fueron llamados "Notting Hill race riots" y un eco de aquellos disturbios (tan similares, en cierto modo, a los acontecidos en París hace cinco años) aparecen retratados en el Absolute begginers de MacInnes.
Esta novela influyó en gran medida a los jóvenes que posteriormente ocuparían las posiciones principales de la cultura anglosajona, ya fuera en la literatura, el cine o la música. En este último ámbito sólo hay que repasar la interminable lista de movimientos contraculturales que nacen a partir de los años sesenta para darse cuenta del efecto contestario: mods, beatniks, punks, etc. Todos ellos son herederos de esa fragilidad del Imperio, de ese golpe militar de Nasser, y, si bien para los conservadores, fueron el síntoma del fracaso educativo; para otros, progres y mitómanos, fueron el símbolo de un cambio generacional. Cuestión de opiniones. Lo que sí es evidente es que la música popular se transformó radicalmente en esa época y de ella bebieron grandes músicos, como Paul Weller, que se inspiró en el Absolute beginners para escribir un tema para The Jam en 1981. Y, por supuesto, el camaleónico David Bowie, que en 1986 participó en la adaptación cinematográfica de Julien Temple. Aunque Bowie no deje un registro como actor para la historia, sí merece la pena, y mucho, la canción que compuso para la película.
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