miércoles, 21 de octubre de 2009

Jorge Drexler y la Ley de Lavoisier

Antoine de Lavoisier fue un científico parisino del siglo XVIII, considerado por muchos como el padre de la química moderna. Su biografía es el espejo de la Ilustración francesa, del compromiso con la razón y el progreso; ejemplo de lucha entre las "luces" del conocimiento y las sombras de la superstición. Lavoisier estudió la oxidación de los cuerpos, investigó la composición del agua (distinguió sus componentes: oxígeno e hidrógeno), midió el calor de las reacciones químicas y contribuyó a establecer un sistema uniforme de pesas y medidas. También supervisó los trabajos para la fabricación de la pólvora en 1776, que tan útil se hizo una década después, cuando estalló la Revolución que cambió la estructura política de Europa. Lavoisier fue biólogo, analizó la respiración de los animales y se sintió cerca del campo y de los campesinos, a los que alentó para que se unieran a las protestas burguesas, reivindicando una reforma agraria y un sistema de producción más justo. Por ello, fue apresado y juzgado por el Tribunal Revolucionario, que dictó su muerte en la guillotina el 8 de mayo de 1794; víctima de unos verdugos que antes, quizás, fueron compañeros en la Academia de las Ciencias.
 
Antoine de Lavoisier es de esos autores casi olvidados, cuya gloria, como en los poemas populares, estriba precisamente en su anonimato. No es su nombre sino su obra la que es rememorada. Son sus hallazgos, su aportación a la ciencia, los que se revisan y se utilizan continuamente, en detrimento del apellido o la vanidad personal. Con lo cual, nos descubre, aun desde la tumba, una lección más sobre lo efímero de las personas y la inmortalidad de sus trabajos. Acaso Lavoisier sea recordado por la "Ley de conservación de la masa", que lleva su nombre y que concluye, más o menos, lo siguiente: "En un sistema aislado la masa se mantiene constante, lo que implica que la masa total de reactivos es igual a la masa total de las sustancias que se obtienen tras la reacción". Es decir, que la materia ni se crea ni se destruye, aunque sí se transforma.
 
Cuando estudiaba en el instituto, aprendí este principio básico de la Química, sin conocer el nombre y la historia de su descubridor. Sería curiosamente en un concierto de Jorge Drexler donde tendría noticia por primera vez de este magnífico científico, sacrificado en pos de su obra. El cantante uruguayo, que actuaba en el Foro Iberoamericano de La Rábida, citó a Lavoisier antes de comenzar su canción 'Todo se transforma', en una especie de introducción que ya se ha hecho clásica en sus directos. Fue en el verano de 2005, poco después de que Drexler ganara el Oscar por "Al otro lado del río" y su carrera se relanzara comercialmente, aunque no tanto como se esperaba. Drexler sigue siendo, a día de hoy, un gran desconocido en el mundo de la música. A pesar de sus hallazgos melódicos y sus hermosos guiños poéticos, este médico, reconvertido en trovador, se mantiene en un intermitente anonimato, entre luces y sombras, que él busca con timidez para privilegiar su obra más que su apellido. En ese aspecto, quizás exista un paralelismo entre Lavoisier y Drexler: sus trabajos permanecen por encima de sus nombres.
 
'Todo se transforma' es la aplicación lírica de la Ley de Lavoisier, un bello relato en verso sobre el principio de causa y efecto: "Tu beso se hizo calor, / luego el calor, movimiento, / luego gota de sudor / que se hizo vapor, luego viento / que en un rincón de La Rioja / movió el aspa de un molino / mientras se pisaba el vino/ que bebió tu boca roja..." Es, como dice Drexler, la recreación de una historia personal, la fábula inspirada en un hermoso y complejo espacio cerrado, el de las relaciones personales, donde el amor ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. Ojalá fuera así y siempre fuera cierto eso de que "cada uno da lo que recibe / luego recibe lo que da"...
 
Este tema ha sido y sigue siendo la "canción llave" de Jorge Drexler, la que le abrió las puertas del éxito en España (ahora suena como sintonía publicitaria) y la que a mí, al menos, me invitó a acceder al resto de sus discos y asistir a sus conciertos. Les animo a que lo descubran. Verán que es mucho más que la Ley de Lavoisier. Es luz, radar, vaivén, frontera, eco, oscuridad y duda. Sobre todo, duda. Como la duda metódica que origina todo hallazgo científico y poético.

viernes, 16 de octubre de 2009

Dylan, los villancicos y la fe cristiana

Cada año ocurre lo mismo. Al menos aquí, en el Sur, donde postergamos el verano no hasta San Miguel, sino incluso hasta octubre y noviembre. Con manga corta por estas fechas y con la dicha de soportar inviernos templados, encaramos un periodo prenavideño cada vez más anticipado. Ya se sabe: el consumo es lo primero. Y quien no compre a tiempo, puede sentirse frustrado. Así pues, con gotas de sudor en la frente y abanicos en las manos, vemos cómo los grandes almacenes colocan ya sus luminosas estrellas de Oriente y sus árboles plastificados, para que al cliente le sobrevenga el gusanillo del regalo, que, al parecer, es la única manera de expresar el cariño a los seres queridos.
No vamos a descubrir nada si decimos que uno de los "ragalos estrella" de la Navidad suele ser, junto a perfumes y playstations, el disco de turno. Esta época resulta crucial para las discográficas, puesto que buena parte de las ventas se acumulan a fin de año (está feo eso de regalar un álbum del top manta en Navidad, o un cd regrabable, bajado con mimo desde Internet). Por eso, los sellos ultiman sus productos, sobre todo los recopilatorios, que suponen la máxima garantía de éxito, y algunas novedades fuertes. Con "novedades fuertes" me refiero a discos de artistas consagrados, del tipo de Joaquín Sabina, que presentará su nuevo trabajo en noviembre, o Bob Dylan, que regresará a las tiendas muy pronto con un álbum, para algunos, sorprendente. Se trata de un disco de villancicos, titulado Christmas in the heart, en el que aparecerán versiones singulares de temas archirrepetidos en el cine navideño-cursi-familiar yanqui: 'Winter wonderland', 'Little drummer boy' o 'Must be Santa'.
Decía lo de "sorprendente", porque todavía hay mucha gente que no se ha enterado de la profunda devoción cristiana de mr. Robert Allen Zimmerman, nombre auténtico y judío de Bob Dylan, cuya familia, por lo que él mismo ha escrito en sus Crónicas, procedía de Turquía, de la etnia kirguís. Sus orígenes, por tanto, son judíos y también su primer aprendizaje. Hasta que muy joven se rebeló contra el Jánuca y se echó a la carretera para buscar nuevos caminos, y buscarse a sí mismo. La crisis religiosa, las dudas "metafísicas", por llamarlo de alguna manera, están presentes en casi todos los discos de Dylan, prácticamente desde sus comienzos. Pero no sería hasta finales de los años setenta cuando esa incertidumbre se aplacó. Al parecer, tras publicarse Street legal, en 1978, uno de sus discos más completos y más complejos (al menos, para mí), el cantautor recibió duras críticas que mermaron su ánimo. Digamos que Dylan bajó un escalón en la cima de popularidad, en la que ya estaba instalado desde hacía años. Las nuevas tendencias musicales y la competencia de otros grupos eclipsaron en cierto modo su carrera. Fue en ese momento cuando, según relatan sus biógrafos, el músico abrazó el cristianismo y resolvió muchos de sus problemas espirituales.
La prueba más palpable de esa "resurrección" de Dylan está en el disco Slow train coming, del que ya oímos el magnífico 'Precious Angel' en 'La huella sonora', a petición de Manolo Olías. En ese álbum, Dylan sorprendió con unos temas cargados de referencias explícitas al Evangelio de San Mateo o al Libro de las Revelaciones, acompañados, además, de coros gospel. El trabajo suponía una transformación del artista, que iba más allá de lo puramente religioso. Guiado por Jerry Wexler (productor de Ray Charles y Aretha Franklin), Bob Dylan decidió dar un vuelco a su música e incorporó la guitarra de Mark Knopfler en las nueve composiciones de Slow train coming. Todo un lujo que descubrió el propio Dylan, al ver al todavía desconocido líder de Dire Straits en un concierto.
A ese primer "disco cristiano", le siguieron otros muchos con continuas referencias a la Biblia. El más profundo en ese sentido fue Saved, de 1980, que tuvo una acogida menor y el rechazo definitivo de muchos seguidores, que pensaban que esa fe del artista no era más que una paranoia pasajera. Como hito insoslayable de ese Dylan devoto, habría que mencionar su actuación ante el Papa Juan Pablo II en 1997, durante la celebración de un Congreso Eucarístico en Bolonia. Precedente ya más que mitificado y que se recordará en los próximos días, cuando aparezca el último trabajo "cristiano" de Dylan, esa antología de villancicos, que amenaza con sonar en la megafonía de los grandes almacenes mientras apuramos nuestras compras, y cuyas ganancias obtenidas en Estados Unidos serán destinadas a una ONG. A pesar del fastidio que origina oír a Dylan cantándole a Santa, le queda a uno el buen sabor de boca de ese propósito benéfico. Al menos, el señor Zimmerman es de los que predica y da trigo. ¿O no?

miércoles, 14 de octubre de 2009

"La música", según Juan Ramón

"De pronto, surtidor
de un pecho que se parte,
el chorro apasionado rompe
la sombra -como una mujer
que abriera los balcones sollozando,
desnuda, a las estrellas, con afán
de un morirse sin causa,
que fuera loca vida inmensa.-

Y ya no vuelve nunca más
-mujer o agua-,
aunque queda en nosotros, estallando
real e inesistente,
sin poderse parar".

(Juan Ramón Jiménez: Belleza, 1924)

martes, 6 de octubre de 2009

La subcultura necesaria

En tertulias, artículos de opinión o en simples charlas distendidas sobre la música de masas, sobre su función o su calidad, resulta frecuente hallar algún comentario peyorativo hacia ésta. Sobre todo, si el juicio proviene de un crítico docto y resabido, elitista y excluyente, que mantiene la noción aristócratica de este arte. Resulta frecuente percibir el desprecio o, cuanto menos, la sonrisa condescendiente al tratar de canciones rock, pop o flamencas, por poner sólo unos ejemplos. Aunque cada vez se excluyan menos algunos de estos géneros. Como ha ocurrido, principalmente, con el flamenco, que a mucha honra y con todo merecimiento ha superado el apartheid académico y ocupa ya cátedra en muchas universidades, sin ningún tipo de sonrojo.
Leo críticas, comentarios, de estos adalides de la música culta y, más bien, soy yo el que me sonrojo. Al parecer todavía muchos intentan abrir un abismo inútil entre la música clásica y la música popular. Para contrarrestar este tipo de opiniones suelo remitirme a un fragmento de Manuel Vázquez Montalbán. Una cita que tengo subrayada desde hace varios años y que funciona siempre para capear esas críticas absurdas. Dice así:
"La subcultura no tiene por qué pedir perdón por su impotencia frente al poder, su lenguaje degradado o su manipulaión tan brutalmente mercantil. Es, a pesar de todo esto, testimonio de una época, es belleza convencional y es una satisfacción consumida por las masas en respuesta a una necesidad. A partir de estos tres vínculos es posible un acercamiento no camp a culaquiera de los géneros subculturales. Sería absurdo intentar decir que las canciones de Rafael de León son como las novelas de Flaubert. Pero me parece muy sensato admitir que fueron más útiles al pueblo español de los años cuarenta que las novelas de Flaubert, fundamentalmente porque la organización vital y cultural de las masas en el siglo XX queda más al nivel de Rafael de León o los Beatles (son meros ejemplos) que de Flaubert o William Borroughs" (Cancionero general del franquismo, p. 11).