viernes, 24 de septiembre de 2010

Ego te absolvo, Antonio Salieri

Creo haber visto unas tres veces el Amadeus de Milos Forman, la película que retrata la vida de Mozart y de su supuesto antagonista, el compositor italiano Antonio Salieri. En cada ocasión, ya sea doblada al castellano, en edición extendida (con algunas secuencias que desechó el director), o bien en la versión original (la opción más recomendable), he tenido la oportunidad de descubrir matices que no había captado antes. Por ejemplo, la metáfora de un Mozart volcado literalmente en su trabajo, sobre una mesa de billar y lanzando las bolas al azar, a cada flanco, con cada nota que se dibujaba en su mente y en la partitura. El detalle de una ópera bufa que divierte al genio de Salzburgo y a su hijo pequeño, a pesar de que esa pieza ridiculizaba su Don Giovanni. O la ambientación sórdida de su muerte, en una mañana de niebla y lluviosa, con el fondo del Réquiem... Son imágenes y sonidos que se aprecian con mayor nitidez una vez que se repasa de nuevo la cinta, sin que ésta llegue a cansarte. Pues por más que se reconozcan las secuencias, siempre habrá en este Amadeus algún resorte oculto que termine sorprendiendo y fascinando.

Entre todas esas imágenes, idealizadas ya en la memoria, surge la de Antonio Salieri, ese músico desgraciado que narra la historia y que es verdaderamente el protagonista de la película, por encima del propio Mozart. Salieri es, en la monumental interpretación del actor Abraham Murray, el prototipo del perdedor, del hombre que anhela un éxito no correspondido, que sueña con la melodía perfecta y que, por más que lo intenta, nunca alcanza la gloria. Es el reflejo de la ambición convertida en perversión, puesto que recurre a los métodos más deplorables para acabar con Mozart. Intenta chantajear a su mujer y convertirla en su amante a cambio de unas partituras, prueba a espiar el trabajo del artista con una criada que se inmiscuye en las tareas del hogar y, por último, conduce a Mozart a la muerte con el fin de apropiarse de su última obra. Pero nada consigue. Salieri sabe que pasará a la posteridad como un ser anónimo, como un nombre más que se cita de pasada en algún libro de historia de la música, o quizás ni siquiera eso.

Y aun así, a pesar de su maldad, la figura de Antonio Salieri, o mejor dicho su representación ficticia en el cine, acaba por resultarnos entrañable. Despierta un sentimiento de piedad y de condescendencia por su inevitable desgracia. Salieri es el paradigma del mediocre, del infeliz que anhela con tanta fuerza el don artístico de su rival que termina por volverse loco. Es tal el amor y el odio que siente por Mozart que se imagina sepultado en vida cuando éste fallece. No sabe vivir sin él, sin su referencia, e intenta el suicidio. Finalmente, su obsesión le lleva a un manicomio de Viena, donde recibe la visita de un joven sacerdote, que, para su mayor desgracia, acaba confundiendo sus piezas con las de Mozart.

Al menos, al final de la película, hay un momento para la redención de Salieri. En el diálogo último con el sacerdote, el músico italiano se confiesa como el santo patrón de los mediocres, y en su salida por los pasillos del psiquiátrico grita a los locos: "¡Yo os absuelvo, mediocres del mundo!". Para Salieri, la música representa la culminación artística del ser humano y es, a sus ojos, un regalo concedido por Dios. Por ello, su rebeldía no se dirige tanto hacia Mozart, sino hacia Jesucristo, cuyo crucifijo acaba lanzando a la hoguera. Su concepción del arte tiene un fundamento divino, influido más por la fe o la inspiración que por el trabajo. En cambio, el camino de Mozart hacia la belleza es el de la constancia, el de la composición y el estudio pertinaz, agotador, que le lleva incluso a apartarse de todo, hasta de su familia, para conseguir sus objetivos. Razón por la cual uno haya sido ignorado en los manuales de música, y el otro sea venerado.

Por más que Amadeus sea una ficción, que en poco se corresponde con lo sucedido en la realidad (pues apenas se trataron Mozart y Salieri), no deja de ser bella su parábola. E, incluso, por más que nos resulte perversa la actitud de Salieri, no deja de ser cercana su postura. El odio, el rencor o la envidia son objetos de nuestro equipaje cotidiano. De ahí que su mediocridad, cuando se trata de un fin tan elevado como es la perfección artística, nos parezca entrañable. Genios como Mozart han existido pocos, a pesar de que algunos se sueñen como tales. Por eso, creo que va siendo hora de tratar con piedad a estos malaventurados mediocres. Yo también te absuelvo, Antonio Salieri.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Karlovy Vary: el agua es la musa

Por difícil que parezca, todavía existen lugares donde el ruido cotidiano lo provoca el rumor del agua, su caída libre y espontánea por manantiales y fuentes. Tan sólo por ese motivo, estos espacios merecen conservarse como un tesoro. Ocurre así en la ciudad de Karlovy Vary, que pude visitar este verano, en una breve escapada desde Praga, y que se custodia ejemplarmente a pesar de las miles de visitas que recibe cada año. Como ocurre también en ciertos rincones de la Alhambra de Granada, por los que no merodean los turistas, ni llega el eco de los claxones de los coches, Karlovy también mantiene intacta su apariencia natural y silenciosa. La presencia del agua, o más bien del rumor del agua, es casi inagotable en este punto y se combina con la arquitectura de forma prodigiosa. En Karlovy es posible encontrar tanto un imponente templo barroco como una sorprendente iglesia ortodoxa, de cúpulas azules y brillantes mosaicos. Pero, sobre todo, los edificios que dominan son los hoteles y los hospitales de estilo decimonónico –entre neoclásicos y modernistas–, puesto que Karlovy ha sido –y continúa siendo– una de las ciudades balneario más destacadas de Centroeuropa.

La arteria principal de Karlovy Vary no es, por tanto, una gran avenida plagada de coches, sino un río –llamado Teplá– al que se le atribuyen propiedades curativas. Las aguas termales del Teplá ya fueron descubiertas por el idolatrado rey Carlos, factótum en el siglo XIV del futuro Estado checo y al que se venera casi como a un santo. Desde entonces, este lugar enclavado en la región de Bohemia, y al que se accede una vez que se traspasa una parte de los Sudetes, tiene como razón de ser la de alojar a personas que buscan el descanso y la curación de sus enfermedades reumáticas, estomacales, cardiacas, respiratorias... Y así un largo etcétera, pues, como nos comentaron, en las aguas de Karlovy se cree con una fe propia de monasterio. De hecho, aún hoy miles de extranjeros mantienen la costumbre de pasar alguna temporada en una residencia de Karlovy, hacer dieta sana y pasear con un jarrito entre sus manos, del que van sorbiendo el agua que toman de las fuentes públicas, reguladas con distintas temperaturas. También los checos, como herencia de la etapa soviética, realizan estancias en Karlovy por prescripción médica y cubiertas por el seguro. Pero éstos son minoría frente a la población foránea, que remolonea entre jardines y columnatas, y, a veces, entre los escaparates de las tiendas de joyas de Bohemia, con una oblea en la mano, o bien con bolsas repletas de cremas y otros mejunges que por allí venden como propios, aunque muchos de ellos estén fabricados a bajo costo en Eslovaquia.

La atracción que ejercen el agua de Karlovy y sus bosques no surgió, por tanto, hace un par de años. Numerosos escritores, como Goethe, Schiller o Pushkin, buscaron en esta ciudad su particular 'locus amoenus', el lugar arcádico de reposo y reflexión que motivara la escritura de sus obras. También el rey Pedro 'El Grande' pasó temporadas junto al Teplá. E, incluso, Carlos Marx fue un habitual de Karlovy, como se deja ver en un monumento que le tienen dedicado. Con lo cual, se demuestra que hasta al adalid del comunismo le tentaba el lujo de los balnearios y los palacios. Pero, sobre todo, al repasar las inscripciones que figuran en las puertas de los hoteles, se observa que la mayor parte de los personajes ilustres que se hospedaban en Karlovy eran músicos. Y no cualesquiera. Mozart, Beethoven, Dvorak, Smetana, Chopin o Strauss residieron estacionalmente en esta ciudad, con la excusa probable de alejar algún mal, a pesar de que nada aquejara a sus organismos. Más que los balnearios y el brillo de los palacios, lo que perseguían estos artistas era la insporación escondida tras las cortinas de agua. Pues por poco que se atienda a su rumor, a la melodía que fluye por riachuelos, manantiales y fuentes, se adivinan notas cristalinas, que son como los latidos del corazón de la tierra. En Karlovy, el agua es la musa.