Por difícil que parezca, todavía existen lugares donde el ruido cotidiano lo provoca el rumor del agua, su caída libre y espontánea por manantiales y fuentes. Tan sólo por ese motivo, estos espacios merecen conservarse como un tesoro. Ocurre así en la ciudad de Karlovy Vary, que pude visitar este verano, en una breve escapada desde Praga, y que se custodia ejemplarmente a pesar de las miles de visitas que recibe cada año. Como ocurre también en ciertos rincones de la Alhambra de Granada, por los que no merodean los turistas, ni llega el eco de los claxones de los coches, Karlovy también mantiene intacta su apariencia natural y silenciosa. La presencia del agua, o más bien del rumor del agua, es casi inagotable en este punto y se combina con la arquitectura de forma prodigiosa. En Karlovy es posible encontrar tanto un imponente templo barroco como una sorprendente iglesia ortodoxa, de cúpulas azules y brillantes mosaicos. Pero, sobre todo, los edificios que dominan son los hoteles y los hospitales de estilo decimonónico –entre neoclásicos y modernistas–, puesto que Karlovy ha sido –y continúa siendo– una de las ciudades balneario más destacadas de Centroeuropa.
La arteria principal de Karlovy Vary no es, por tanto, una gran avenida plagada de coches, sino un río –llamado Teplá– al que se le atribuyen propiedades curativas. Las aguas termales del Teplá ya fueron descubiertas por el idolatrado rey Carlos, factótum en el siglo XIV del futuro Estado checo y al que se venera casi como a un santo. Desde entonces, este lugar enclavado en la región de Bohemia, y al que se accede una vez que se traspasa una parte de los Sudetes, tiene como razón de ser la de alojar a personas que buscan el descanso y la curación de sus enfermedades reumáticas, estomacales, cardiacas, respiratorias... Y así un largo etcétera, pues, como nos comentaron, en las aguas de Karlovy se cree con una fe propia de monasterio. De hecho, aún hoy miles de extranjeros mantienen la costumbre de pasar alguna temporada en una residencia de Karlovy, hacer dieta sana y pasear con un jarrito entre sus manos, del que van sorbiendo el agua que toman de las fuentes públicas, reguladas con distintas temperaturas. También los checos, como herencia de la etapa soviética, realizan estancias en Karlovy por prescripción médica y cubiertas por el seguro. Pero éstos son minoría frente a la población foránea, que remolonea entre jardines y columnatas, y, a veces, entre los escaparates de las tiendas de joyas de Bohemia, con una oblea en la mano, o bien con bolsas repletas de cremas y otros mejunges que por allí venden como propios, aunque muchos de ellos estén fabricados a bajo costo en Eslovaquia.
La atracción que ejercen el agua de Karlovy y sus bosques no surgió, por tanto, hace un par de años. Numerosos escritores, como Goethe, Schiller o Pushkin, buscaron en esta ciudad su particular 'locus amoenus', el lugar arcádico de reposo y reflexión que motivara la escritura de sus obras. También el rey Pedro 'El Grande' pasó temporadas junto al Teplá. E, incluso, Carlos Marx fue un habitual de Karlovy, como se deja ver en un monumento que le tienen dedicado. Con lo cual, se demuestra que hasta al adalid del comunismo le tentaba el lujo de los balnearios y los palacios. Pero, sobre todo, al repasar las inscripciones que figuran en las puertas de los hoteles, se observa que la mayor parte de los personajes ilustres que se hospedaban en Karlovy eran músicos. Y no cualesquiera. Mozart, Beethoven, Dvorak, Smetana, Chopin o Strauss residieron estacionalmente en esta ciudad, con la excusa probable de alejar algún mal, a pesar de que nada aquejara a sus organismos. Más que los balnearios y el brillo de los palacios, lo que perseguían estos artistas era la insporación escondida tras las cortinas de agua. Pues por poco que se atienda a su rumor, a la melodía que fluye por riachuelos, manantiales y fuentes, se adivinan notas cristalinas, que son como los latidos del corazón de la tierra. En Karlovy, el agua es la musa.
Vas por buen camino
ResponderEliminarQué me gustan estos comentarios misteriosos... Y yo que pensaba que mi camino no podía ser más retorcido.
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