Cuando llega el verano, el número de pelucas crece como la espuma en Viena. El motivo de este fenómeno de sustitución capilar no hay que buscarlo en causas fisiológicas ni estéticas. No se produce una repentina alopecia en los austriacos. Estas pelucas son algo más que rancios bisoñés destinados a ocultar calvas. Son cabelleras de pega, compradas en tiendas de disfraces, que imitan a aquellas otras rizadas y cenicientas que se lucían en las casas nobles y en la corte como signo de distinción. Pues en los siglos XVII o XVIII, mostrar el cabello propio, natural, era una vulgaridad. Como también lo era tener la tez morena: síntoma evidente de trabajar a pleno sol, en tareas agrícolas o callejeras. De ahí que se diera la costumbre, sobre todo en las mujeres, de cubrir la cabeza con pelucas empolvadas en talco y comer barro para provocar la palidez de la piel. Véase, como ejemplo cercano de esto último, el cuadro de Las meninas, de Velázquez, donde María Agustina Sarmiento ofrece un búcaro rojo a la infanta Margarita de Austria no para que ésta beba agua, sino para que muerda su borde de arcilla.
Tendencias de otra época. Ahora, la blancura del cuerpo es rechazada por jóvenes y no tan jóvenes –parece más bien un rasgo enfermizo–, y las pelucas provocan risa. Las de Viena, las que aparecen por todos lados –en plazas, en jardines y en los alrededores de los palacios e iglesias más monumentales–, son, en cambio, un atractivo turístico, ya que los que las llevan están contratados por empresas dedicadas a atraer a los viajeros. Generalmente son hombres ataviados como músicos de la corte, vestidos con un ajustado corpiño rojo, pantalones del mismo color, camisa blanca y corbata dorada. Cómo no, el disfraz lo rematan con la manida peluca gris sobre la cabeza. Imitan, o tratan de imitar, a Mozart. Y en su trabajo, no se resignan a que los fotografíen como pardillos, sino que procuran dejar al turista una octavilla con la información de un concierto de música clásica. Como digo, están por todas partes. Pero, generalmente, a las puertas de las iglesias, que, en verano, ofrecen conciertos a bajo coste. Aunque sean espectáculos baratos, de segunda categoría, merece la pena dejarse convencer por alguno de esos falsos 'mozart'.
Pero, más allá del genio de Salzburgo, las calles de Viena están inundadas también por los nombres de Bach, Schubert, Haydn, Strauss, Beethoven o Shostakovich. Incluso, si nos apuramos a leer alguna de esas hojas volanderas, que pasan de mano en mano, aparecerá el nombre de Salieri, aquel infeliz segundón de Mozart, prototipo de loser, que tan bien personificó el actor Fahrid Murray Abraham en el Amadeus de Milos Forman. En la capital de Austria, prácticamente hay sitio para todos los grandes compositores de la historia. Aunque, eso sí, la joya de la corona la ostenta Mozart, quien aparece retratado en carteles, hoteles, escaparates y hasta en vajillas. En el palacio veraniego de Schönbrunn, se le distingue en un cuadro como un niño prodigio de apenas cinco o seis años, que asiste, entre una multitud emperifollada, a una fiesta de gala de la archiduquesa María Teresa, aquella misma que lo mimaba y lo aupaba sobre sus rodillas tras sus recitales de cémbalo y violín. También, en Burggarten, en el fresco jardín próximo a la Ópera, se encuentra con facilidad su elegante monumento en mármol, ante un manto de césped y una graciosa clave de sol perfilada con rosas. Más oculta, en la sobrecogedora iglesia de San Miguel, hay una inscripción que señala que allí fue enterrado y estrenado su Réquiem, aunque sus restos no permanezcan ya en su fosa común. Y, por citar un cuarto ejemplo, en la Domgasse, cerca de la Catedral de San Esteban, se abre la casa donde residió durante unos tres años, entre 1784 y 1787, precisamente cuando compuso Las bodas de Fígaro.
Sea por oportunismo turístico o por verdadera veneración, la presencia de Mozart en Viena es absoluta y gratificante, por parodójico que esto resulte. Al parecer, según cuentan sus biógrafos, la rebeldía y el carácter independiente de Mozart chocaban de frente con el servilismo que pretendía imponer la monarquía a sus artistas. El músico se sintió dolido cuando en 1787 se le brindó el cargo de compositor de la corte y se le asignó la mitad del salario que recibía su antecesor, Christoph Willibald Gluck. Tampoco tenía Mozart una buena relación con la sociedad vienesa, que no supo apreciar adecuadamente dos de sus principales obras, Las bodas de Fígaro y La flauta mágica. No obstante, el compositor se sintió más reconfortado en Praga, donde se estrenó con clamoroso éxito su Don Giovanni en el Teatro de los Estamentos.
Por ello, es cuanto menos curioso que ahora se encumbre su música en Viena, después de tantas penurias pasadas en esta ciudad. Aunque esto no son más que anécdotas, y se entiende lógicamente el reconocimiento y el provecho turístico que en pleno julio hacen sus paisanos empelucados.
Tendencias de otra época. Ahora, la blancura del cuerpo es rechazada por jóvenes y no tan jóvenes –parece más bien un rasgo enfermizo–, y las pelucas provocan risa. Las de Viena, las que aparecen por todos lados –en plazas, en jardines y en los alrededores de los palacios e iglesias más monumentales–, son, en cambio, un atractivo turístico, ya que los que las llevan están contratados por empresas dedicadas a atraer a los viajeros. Generalmente son hombres ataviados como músicos de la corte, vestidos con un ajustado corpiño rojo, pantalones del mismo color, camisa blanca y corbata dorada. Cómo no, el disfraz lo rematan con la manida peluca gris sobre la cabeza. Imitan, o tratan de imitar, a Mozart. Y en su trabajo, no se resignan a que los fotografíen como pardillos, sino que procuran dejar al turista una octavilla con la información de un concierto de música clásica. Como digo, están por todas partes. Pero, generalmente, a las puertas de las iglesias, que, en verano, ofrecen conciertos a bajo coste. Aunque sean espectáculos baratos, de segunda categoría, merece la pena dejarse convencer por alguno de esos falsos 'mozart'.
Pero, más allá del genio de Salzburgo, las calles de Viena están inundadas también por los nombres de Bach, Schubert, Haydn, Strauss, Beethoven o Shostakovich. Incluso, si nos apuramos a leer alguna de esas hojas volanderas, que pasan de mano en mano, aparecerá el nombre de Salieri, aquel infeliz segundón de Mozart, prototipo de loser, que tan bien personificó el actor Fahrid Murray Abraham en el Amadeus de Milos Forman. En la capital de Austria, prácticamente hay sitio para todos los grandes compositores de la historia. Aunque, eso sí, la joya de la corona la ostenta Mozart, quien aparece retratado en carteles, hoteles, escaparates y hasta en vajillas. En el palacio veraniego de Schönbrunn, se le distingue en un cuadro como un niño prodigio de apenas cinco o seis años, que asiste, entre una multitud emperifollada, a una fiesta de gala de la archiduquesa María Teresa, aquella misma que lo mimaba y lo aupaba sobre sus rodillas tras sus recitales de cémbalo y violín. También, en Burggarten, en el fresco jardín próximo a la Ópera, se encuentra con facilidad su elegante monumento en mármol, ante un manto de césped y una graciosa clave de sol perfilada con rosas. Más oculta, en la sobrecogedora iglesia de San Miguel, hay una inscripción que señala que allí fue enterrado y estrenado su Réquiem, aunque sus restos no permanezcan ya en su fosa común. Y, por citar un cuarto ejemplo, en la Domgasse, cerca de la Catedral de San Esteban, se abre la casa donde residió durante unos tres años, entre 1784 y 1787, precisamente cuando compuso Las bodas de Fígaro.
Sea por oportunismo turístico o por verdadera veneración, la presencia de Mozart en Viena es absoluta y gratificante, por parodójico que esto resulte. Al parecer, según cuentan sus biógrafos, la rebeldía y el carácter independiente de Mozart chocaban de frente con el servilismo que pretendía imponer la monarquía a sus artistas. El músico se sintió dolido cuando en 1787 se le brindó el cargo de compositor de la corte y se le asignó la mitad del salario que recibía su antecesor, Christoph Willibald Gluck. Tampoco tenía Mozart una buena relación con la sociedad vienesa, que no supo apreciar adecuadamente dos de sus principales obras, Las bodas de Fígaro y La flauta mágica. No obstante, el compositor se sintió más reconfortado en Praga, donde se estrenó con clamoroso éxito su Don Giovanni en el Teatro de los Estamentos.
Por ello, es cuanto menos curioso que ahora se encumbre su música en Viena, después de tantas penurias pasadas en esta ciudad. Aunque esto no son más que anécdotas, y se entiende lógicamente el reconocimiento y el provecho turístico que en pleno julio hacen sus paisanos empelucados.
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