martes, 10 de agosto de 2010

Mozart y el país de las pelucas

Cuando llega el verano, el número de pelucas crece como la espuma en Viena. El motivo de este fenómeno de sustitución capilar no hay que buscarlo en causas fisiológicas ni estéticas. No se produce una repentina alopecia en los austriacos. Estas pelucas son algo más que rancios bisoñés destinados a ocultar calvas. Son cabelleras de pega, compradas en tiendas de disfraces, que imitan a aquellas otras rizadas y cenicientas que se lucían en las casas nobles y en la corte como signo de distinción. Pues en los siglos XVII o XVIII, mostrar el cabello propio, natural, era una vulgaridad. Como también lo era tener la tez morena: síntoma evidente de trabajar a pleno sol, en tareas agrícolas o callejeras. De ahí que se diera la costumbre, sobre todo en las mujeres, de cubrir la cabeza con pelucas empolvadas en talco y comer barro para provocar la palidez de la piel. Véase, como ejemplo cercano de esto último, el cuadro de Las meninas, de Velázquez, donde María Agustina Sarmiento ofrece un búcaro rojo a la infanta Margarita de Austria no para que ésta beba agua, sino para que muerda su borde de arcilla.

Tendencias de otra época. Ahora, la blancura del cuerpo es rechazada por jóvenes y no tan jóvenes –parece más bien un rasgo enfermizo–, y las pelucas provocan risa. Las de Viena, las que aparecen por todos lados –en plazas, en jardines y en los alrededores de los palacios e iglesias más monumentales–, son, en cambio, un atractivo turístico, ya que los que las llevan están contratados por empresas dedicadas a atraer a los viajeros. Generalmente son hombres ataviados como músicos de la corte, vestidos con un ajustado corpiño rojo, pantalones del mismo color, camisa blanca y corbata dorada. Cómo no, el disfraz lo rematan con la manida peluca gris sobre la cabeza. Imitan, o tratan de imitar, a Mozart. Y en su trabajo, no se resignan a que los fotografíen como pardillos, sino que procuran dejar al turista una octavilla con la información de un concierto de música clásica. Como digo, están por todas partes. Pero, generalmente, a las puertas de las iglesias, que, en verano, ofrecen conciertos a bajo coste. Aunque sean espectáculos baratos, de segunda categoría, merece la pena dejarse convencer por alguno de esos falsos 'mozart'.

Pero, más allá del genio de Salzburgo, las calles de Viena están inundadas también por los nombres de Bach, Schubert, Haydn, Strauss, Beethoven o Shostakovich. Incluso, si nos apuramos a leer alguna de esas hojas volanderas, que pasan de mano en mano, aparecerá el nombre de Salieri, aquel infeliz segundón de Mozart, prototipo de loser, que tan bien personificó el actor Fahrid Murray Abraham en el Amadeus de Milos Forman. En la capital de Austria, prácticamente hay sitio para todos los grandes compositores de la historia. Aunque, eso sí, la joya de la corona la ostenta Mozart, quien aparece retratado en carteles, hoteles, escaparates y hasta en vajillas. En el palacio veraniego de Schönbrunn, se le distingue en un cuadro como un niño prodigio de apenas cinco o seis años, que asiste, entre una multitud emperifollada, a una fiesta de gala de la archiduquesa María Teresa, aquella misma que lo mimaba y lo aupaba sobre sus rodillas tras sus recitales de cémbalo y violín. También, en Burggarten, en el fresco jardín próximo a la Ópera, se encuentra con facilidad su elegante monumento en mármol, ante un manto de césped y una graciosa clave de sol perfilada con rosas. Más oculta, en la sobrecogedora iglesia de San Miguel, hay una inscripción que señala que allí fue enterrado y estrenado su Réquiem, aunque sus restos no permanezcan ya en su fosa común. Y, por citar un cuarto ejemplo, en la Domgasse, cerca de la Catedral de San Esteban, se abre la casa donde residió durante unos tres años, entre 1784 y 1787, precisamente cuando compuso Las bodas de Fígaro.

Sea por oportunismo turístico o por verdadera veneración, la presencia de Mozart en Viena es absoluta y gratificante, por parodójico que esto resulte. Al parecer, según cuentan sus biógrafos, la rebeldía y el carácter independiente de Mozart chocaban de frente con el servilismo que pretendía imponer la monarquía a sus artistas. El músico se sintió dolido cuando en 1787 se le brindó el cargo de compositor de la corte y se le asignó la mitad del salario que recibía su antecesor, Christoph Willibald Gluck. Tampoco tenía Mozart una buena relación con la sociedad vienesa, que no supo apreciar adecuadamente dos de sus principales obras, Las bodas de Fígaro y La flauta mágica. No obstante, el compositor se sintió más reconfortado en Praga, donde se estrenó con clamoroso éxito su Don Giovanni en el Teatro de los Estamentos.

Por ello, es cuanto menos curioso que ahora se encumbre su música en Viena, después de tantas penurias pasadas en esta ciudad. Aunque esto no son más que anécdotas, y se entiende lógicamente el reconocimiento y el provecho turístico que en pleno julio hacen sus paisanos empelucados.

lunes, 2 de agosto de 2010

La Ópera de Viena

Desde el Ring, parece una caja enterrada, un edificio no demasiado alto, coqueto y elitista. La Ópera de Viena tiene la apariencia aristocrática que te hace renegar de este tipo de monumentos en una fugaz visita turística, para buscar otros más exóticos a la vista y a la cámara fotográfica. Sin embargo, una vez traspasado el umbral de su puerta, reticente aún, el teatro comienza a resultarte acogedor, cálido. Por poco familiarizado que se esté con los espectáculos que allí se representan, la Ópera vienesa empieza a imantar a sus visitantes y a hacerles perder la noción del tiempo por sus pasillos alfombrados, por salones de mármoles y estucos, hasta llegar a su centro de representación, al patio de butacas, que viene a ser una pulpa de fruta almibarada. Desde ahí, desde el corazón del edificio, a una distancia equidistante del escenario, la falsa cúpula y el palco de honor, la mirada toma matices distintos. Aquella caja enterrada se asemeja ya a un templo majestuoso, en el que sólo esperas que se atenúen las luces y suene la música.
Cuando se inauguró la Ópera Estatal de Viena, en 1868, sus dos arquitectos principales, Siccardsburg y Van der Nüll, ya estaban muertos. Fueron tan duras las críticas que recibieron del público en general y, en concreto, del rey Francisco José, que no pudieron soportarlo: el primero se suicidó y al segundo le sobrevino un infarto. Era tal el complejo adquirido, sobre todo por la odiosa comparación con la Ópera Garnier de París, que nada parecía en ella digno de elogio. Le faltaba una escalinata mayor, que le diera altura física e imperial. Y eso era un error imperdonable para aquellas fechas, en las que Viena, capital austro-húngara, intentaba sostener su primacía política frente a la emergencia industrial de los vecinos ingleses y franceses. La Ópera de Viena estaba llamada a ser el referente del Ring, el anillo o ronda que circunda el casco antiguo de la ciudad, en sustitución de la muralla medieval. Y acabó siendo, a ojos de sus coetáneos, una construcción más, casi un teatro vulgar.

Ni siquiera la obra que se representó para su estreno, el Don Giovanni de Mozart, ayudó a atenuar la decepción. El Imperio austro-húngaro atravesaba entonces su otoño y sólo tenía argumentos para levantar una ciudad historicista, que mirase al pasado. De ahí su colección de arquitectura romántica, neorrenacentista y neogótica. A pesar de todo, la Ópera de Viena continuó en su sitio y superó todas las calamidades posibles. La ocupación nazi y las bombas de los aliados, que confundieron su cubierta verde con la de una estación de tren, destrozaron en 1945 la mayor parte de su estructura. Sólo se mantuvieron la fachada, el vestíbulo, los frescos de Schwind y el Salón de Té. Decorados y miles de trajes quedaron calcinados. Aun así, los vieneses de la posguerra decidieron volver a levantar su edificio en el Ring, esta vez sin complejos. En 1955, la Staatsoper volvió a estar en uso con la representación de Fidelio, la única ópera compuesta por Beethoven.

Un año más tarde, Herbert von Karajan se convirtió en el director de la Ópera que más éxito le dio a la institución, sólo después de Gustav Mahler. Por su inmenso escenario comenzaron a desfilar cantantes invitados, que rompieron con el modelo permanente de contratación, y se hizo más habitual la presencia de músicos procedentes de la Filarmónica de Viena, esos mismos músicos que nos deleitan cada 1 de enero con el Concierto de Año Nuevo en el Musikverein, la Sociedad de Amigos de la Música, que se abre apenas unos metros más allá de la Ópera. En ésta, pervive ahora un foco melancólico que atrae tanto a turistas como a aficionados al bel canto, dispuestos a pagar el precio que sea oportuno por escuchar las mejores voces de la lírica mundial. Todo sea por no quedarse fuera de su pulpa almibarada, con la impresión, cierta o equivocada, que sólo puede sostenerse desde el Ring.