Creo haber visto unas tres veces el Amadeus de Milos Forman, la película que retrata la vida de Mozart y de su supuesto antagonista, el compositor italiano Antonio Salieri. En cada ocasión, ya sea doblada al castellano, en edición extendida (con algunas secuencias que desechó el director), o bien en la versión original (la opción más recomendable), he tenido la oportunidad de descubrir matices que no había captado antes. Por ejemplo, la metáfora de un Mozart volcado literalmente en su trabajo, sobre una mesa de billar y lanzando las bolas al azar, a cada flanco, con cada nota que se dibujaba en su mente y en la partitura. El detalle de una ópera bufa que divierte al genio de Salzburgo y a su hijo pequeño, a pesar de que esa pieza ridiculizaba su Don Giovanni. O la ambientación sórdida de su muerte, en una mañana de niebla y lluviosa, con el fondo del Réquiem... Son imágenes y sonidos que se aprecian con mayor nitidez una vez que se repasa de nuevo la cinta, sin que ésta llegue a cansarte. Pues por más que se reconozcan las secuencias, siempre habrá en este Amadeus algún resorte oculto que termine sorprendiendo y fascinando.
Entre todas esas imágenes, idealizadas ya en la memoria, surge la de Antonio Salieri, ese músico desgraciado que narra la historia y que es verdaderamente el protagonista de la película, por encima del propio Mozart. Salieri es, en la monumental interpretación del actor Abraham Murray, el prototipo del perdedor, del hombre que anhela un éxito no correspondido, que sueña con la melodía perfecta y que, por más que lo intenta, nunca alcanza la gloria. Es el reflejo de la ambición convertida en perversión, puesto que recurre a los métodos más deplorables para acabar con Mozart. Intenta chantajear a su mujer y convertirla en su amante a cambio de unas partituras, prueba a espiar el trabajo del artista con una criada que se inmiscuye en las tareas del hogar y, por último, conduce a Mozart a la muerte con el fin de apropiarse de su última obra. Pero nada consigue. Salieri sabe que pasará a la posteridad como un ser anónimo, como un nombre más que se cita de pasada en algún libro de historia de la música, o quizás ni siquiera eso.
Y aun así, a pesar de su maldad, la figura de Antonio Salieri, o mejor dicho su representación ficticia en el cine, acaba por resultarnos entrañable. Despierta un sentimiento de piedad y de condescendencia por su inevitable desgracia. Salieri es el paradigma del mediocre, del infeliz que anhela con tanta fuerza el don artístico de su rival que termina por volverse loco. Es tal el amor y el odio que siente por Mozart que se imagina sepultado en vida cuando éste fallece. No sabe vivir sin él, sin su referencia, e intenta el suicidio. Finalmente, su obsesión le lleva a un manicomio de Viena, donde recibe la visita de un joven sacerdote, que, para su mayor desgracia, acaba confundiendo sus piezas con las de Mozart.
Al menos, al final de la película, hay un momento para la redención de Salieri. En el diálogo último con el sacerdote, el músico italiano se confiesa como el santo patrón de los mediocres, y en su salida por los pasillos del psiquiátrico grita a los locos: "¡Yo os absuelvo, mediocres del mundo!". Para Salieri, la música representa la culminación artística del ser humano y es, a sus ojos, un regalo concedido por Dios. Por ello, su rebeldía no se dirige tanto hacia Mozart, sino hacia Jesucristo, cuyo crucifijo acaba lanzando a la hoguera. Su concepción del arte tiene un fundamento divino, influido más por la fe o la inspiración que por el trabajo. En cambio, el camino de Mozart hacia la belleza es el de la constancia, el de la composición y el estudio pertinaz, agotador, que le lleva incluso a apartarse de todo, hasta de su familia, para conseguir sus objetivos. Razón por la cual uno haya sido ignorado en los manuales de música, y el otro sea venerado.
Por más que Amadeus sea una ficción, que en poco se corresponde con lo sucedido en la realidad (pues apenas se trataron Mozart y Salieri), no deja de ser bella su parábola. E, incluso, por más que nos resulte perversa la actitud de Salieri, no deja de ser cercana su postura. El odio, el rencor o la envidia son objetos de nuestro equipaje cotidiano. De ahí que su mediocridad, cuando se trata de un fin tan elevado como es la perfección artística, nos parezca entrañable. Genios como Mozart han existido pocos, a pesar de que algunos se sueñen como tales. Por eso, creo que va siendo hora de tratar con piedad a estos malaventurados mediocres. Yo también te absuelvo, Antonio Salieri.