viernes, 28 de agosto de 2009

Tardío homenaje a Juan Perro

Han pasado más de seis meses desde que inicié este blog intermitente y todavía no he tenido un mínimo detalle con el autor que ha inspirado su título. Me culpo de ello. Tenía una especie de resquemor por no haber rendido aún un pequeño homenaje a Juan Perro y a uno de esos discos que conservo y escucho repetidamente con especial cariño, La huella sonora. Tenía, por otra parte, el temor ingenuo de que por extraños caminos legales me llegara una demanda por utilizar ese título en esta página digital, cuyo nombre coincide no sólo con el álbum publicado en 1997, sino también con el de su oficina de producción artística. Hasta el momento la querella no se ha formulado... y espero que no se haga. Sirva como atenuante, en un hipotético juicio contra el señor Perro, mi admiración y seguimiento lejano, la compra de todos sus discos y el precio de varias entradas de conciertos.
La huella sonora me pareció un título adecuado para esta especie de revista musical, en el que se recordaran a músicos que habían dejado un rastro indeleble en nuestra memoria. Aquí se han mencionado ya unos cuantos, y son bastantes los que quedan. Suficientes como para mantener activo este blog, al menos, seis meses más. Entre esos músicos, se encuentra Juan Perro, seudónimo utilizado por Santiago Auserón, que aparece y desaparece como la Santísima Trinidad, con tres identidades y nombres diferentes a lo largo de su carrera, ya sea bajo la advocación antigua de su grupo (Radio Futura), su apellido real (Auserón) o su seudónimo callejero y trovador (Juan Perro). Seudónimo que, como él mismo reconoce, tiene influjo literario: el rastro metafísico de los perros músicos de Kafka, o bien el legado picaresco y cervantino de Cipión y Berganza. Perros que tienen, en definitiva, la mágica costumbre de reflexionar y criticar todo aquello que los rodea; que son mendigos de un mundo supuestamente racional, dominado por los hombres, y cuyo cometido diario es el de sobrevivir y encontrar cobijo para pasar la noche.
En Juan Perro o, mejor dicho, en sus canciones, se encuentra literatura a raudales. La había ya en Radio Futura, a pesar de que se etiquete equivocadamente como un grupo de la movida madrileña y como los abanderados del rock postfranquista. Es decir, como los hijos despreocupados que apenas tuvieron que soportar las estrecheces de la dictadura y que poco podían lamentar en sus temas, al modo que lo hacían los cantautores tan en boga en aquellos años. ¿Y qué si fue así? Existe en este país una tendencia a catalogar o, más bien, a despreciar no sólo a artistas, sino a generaciones enteras, que hiere sin sentido. Sólo bajo el amparo del prejuicio.
Por eso, resultó chocante que uno de los componentes de Radio Futura, "el grupo de la movida", se lanzara a componer en solitario a finales de los años noventa. Resultó extraño y doloroso verle triunfar con discos cargados de sonidos originales, con una instrumentación más amplia y con unos versos geniales. Así, poco a poco, desde que publicara Raíces al viento en 1995, Juan Perro ha tenido que trabajar duro para hallar reconocimiento, aunque esto le preocupe bien poco. Con un sello propio y apartado de las presiones de las casas discográficas, que obligan a editar discos obstinadamente, como si de productos en serie se trataran, Auserón ha conseguido un espacio de libertad creativa esencial para todo artista. Vive apartado del bullicio de Madrid, en una casa rural, que le permite (me imagino) afinar y probar melodías con total tranquilidad. Y se "exilia" esporádicamente en diferentes ciudades (sobre todo, en La Habana) para rastrear sonidos antiguos (son, ritmos africanos, rock, jazz, soul...), que luego incorpora en sus álbumes con coherencia, sin chirridos culturales.
Al escribir sobre Juan Perro, me imagino recomendando un buen restaurante, con un menú variado y suculento. Un buen restaurante, alumbrado por sus Cantares de vela, apto para todos los bolsillos, también para el de Mr. Hambre; aunque difícil de encontrar entre tanto local de comida basura, entre tantas canciones rápidas, canciones del verano, que no han muerto (como dicen en los medios), sino que se repiten a lo largo de los doce meses. Un buen restaurante, popular y a la vez refinado, que se distingue por dejar un buen sabor en el paladar sonoro.


jueves, 20 de agosto de 2009

Johansen para el verano

Como si se tratara de una aventura "robinsoniana", me propuse elegir tres libros y tres discos para disfrutar de este verano largo, plácido y caluroso. Ya sé que el recurso de la isla desierta está bastante manido y que nada tiene que ver con estas vacaciones de chiringo y conexión a Internet. Pero a uno le gusta imaginarse de vez en cuando una situación inverosímil, que le aporte algo de emoción a la vida. Pensarse en una playa deshabitada, sin sombrillas ni personajes que escuchan marchas de Semana Santa a tu lado, en pleno agosto, no creo que sea ningún delito. Tampoco es lo contrario (y me perdonen los fieles a la música sacra y el chaval que tengo sentado a mi lado). Sin embargo, la querencia por la ficción a veces le gana el pulso a la realidad, y desea un servidor ser protagonista de la novela de Defoe o de cualquier otra; a pesar de que esta ficción del día a día también tenga suficientes elementos azarosos, mágicos y sorprendentes. Y vuelvo a los tres adjetivos tan usados por Azorín, para retomar el hilo de lo que empezaba a escribir.
Decía que he elegido tres libros y tres discos para pasar el verano. Los libros: Balada de Caín, de Manuel Vicent; Mortal y rosa, de Francisco Umbral; y Luz de agosto, de William Faulkner. Los discos: sendos recopilatorios de Queen y Supertramp, y el City Zen, de Kevin Johansen. La selección no ha podido ser más arbitraria y más incoherente. De eso se trataba: de saltar de una historia a otra, de una melodía a otra, sin orden ni concierto. De las novelas, tengo apenas unas páginas por descubrir de Mortal y rosa, que, con toda seguridad, revisitaré y subrayaré, hasta convertirlas en compañeras permanentes, y no sólo en una "aventura" de verano. Mientras que los discos, ya conocidos y revisitados todos ellos decenas de veces, sé que seguirán acompañándome, aunque desconozco los formatos sonoros que nos reserva el futuro y Microsoft. Sobre todo, sé que mantendré muy cerca el City Zen de Johansen, y espero que otros trabajos nuevos.
Me imagino que entre todos los nombres citados, el menos conocido sea precisamente el de este último. Reconozco que he martirizado a más de un amigo al intentar introducirlo en la secta “Johansen” y que apenas he conseguido adeptos. Principalmente porque sus discos aún son difíciles de conseguir en España. Un paseo por la Fnac es tarea inútil en este sentido. Y así por otras muchas tiendas de discos (cada vez más escasas). Por eso, les vuelvo a proponer que utilicen Internet, con cautela y permiso de la señora ministra de Cultura. En mi caso, no tuve que dirigirme a ninguna página de descarga para descubrirlo ni a ninguna reseña publicada en la prensa. Conocí a Kevin Johansen, casualmente, hace menos de dos años, en un concierto celebrado en el Teatro Central de Sevilla, el 30 de diciembre de 2007. Digo lo de “casualmente” porque a quien iba a ver era a Jorge Drexler, que encabezaba el cartel de un espectáculo original. Se trataba de un directo a cuatro voces: Drexler (presentando Doce segundos de oscuridad), Paulinho Moska, Kiko Veneno y Johansen. De los tres primeros tenía referencias, pero no del último. Y al final, como suele ocurrir en muchas ocasiones, el más desconocido acabó ganando la partida.
Kevin Johansen no es un cantautor al uso, por más que se haya repetido esta frase cientos de veces para otros músicos. No lo es desde su propio nacimiento. Vino al mundo en Fairbanks (Alaska) y desde los doce años reside en Buenos Aires, aunque con “exilios” voluntarios por todo el mundo, que lo hacen un auténtico cosmopolita. Entre esos “exilios”, el más importante fue una etapa en el norte de Estados Unidos, donde buscó sus huellas familiares, rastreó nuevos sonidos y se convirtió en un perfecto bilingüe, si es que ya no lo era. Los cinco discos publicados por Johansen hasta la fecha son un resumen de toda esa experiencia, un mestizaje de géneros (pop, cumbia, milonga…) y de letras geniales, que, vuelvo a repetirlo, lo hacen diferente. Entre sus álbumes, tengo dos guardados con especial cariño: el ya citado City Zen y Sur o no sur, que, por cierto, estuvo nominado para tres Grammys sin que apenas se hicieran eco de ello los medios de comunicación españoles. Dicen de él que tiene una voz a lo Barry White, pero a mí me recuerda más a un Leonard Cohen de la Pampa. Es cierto que domina los graves, pero no con intenciones tan melódicas ni tan melosas. Trabaja las letras (los versos, estaría mejor decir), cultiva la ironía y destroza las frecuentes escenas románticas con guiños canallas, como en ‘Desde que te perdí’, quizás su tema más popular.
No sé si les habré convencido esta vez. La verdad es que Kevin Johansen tiene muchos más motivos para ser escuchado que los que yo pueda resumir aquí en pocas líneas. Para una isla desierta con wifi no está mal. Lo recomiendo.

martes, 11 de agosto de 2009

Una serie de catastróficas desdichas: Sam Cooke

El verano es época propicia para el menudeo de artículos periodísticos relajados, acordes con la ociosidad de buena parte de los lectores, que desean alejarse de temas políticos, económicos, etcétera. Afloran, por tanto, las firmas de los colaboradores menos frecuentes en la prensa generalista, sobre todo, la de los críticos musicales, que encuentran en las revistas estivales un lugar idóneo para rememorar biografías, discos o anécdotas de diverso tipo. No resulta casual que tanto El País como El Mundo, diarios que con mayor frecuencia suelo hojear, anuncien en portada los textos de periodistas como Diego A. Manrique o Julián Ruiz, popes musicales de los periódicos antes citados.
La coincidencia en la presentación de estos artículos es tal que, hace un par de días, Julián Ruiz publicaba una reseña sobre Sam Cooke, sobre su misteriosa muerte, similar a la que Manrique había tratado apenas una semana antes. Viendo estos trajines periodísticos, uno sospecha que los espías no se hallan únicamente en los cenáculos políticos, tan de actualidad ahora, sino también en las esferas editoriales. La coincidencia es cuanto menos curiosa. En primer lugar, porque se puede adivinar cierto celo profesional entre ambos críticos, deseosos, tanto uno como otro, de corregir o enmendar sus respectivos conocimientos. Y en segundo lugar, porque no había un motivo o un "gancho" periodístico fuerte para sacar a la palestra la tragedia de Cooke. Es decir, no se cumplía ninguna efeméride del cantante, que es el argumento más aprovechado por los plumillas para rellenar página. Tan sólo el cincuenta aniversario de la publicación del primer disco de Cooke... Una excusa, creo yo, bastante peregrina.
Aparte de los posibles piques periodísticos entre Ruiz y Manrique, lo que me interesó del asunto fue el distinto enfoque que se le sigue otorgando a la muerte de Sam Cooke, ese genio de la música soul, que anticipó modelos interpretativos en el género y que revolucionó el modelo empresarial existente en la música hasta entonces. Cooke fue uno de los primeros productores musicales negros de éxito. Algo que consiguió a base de tesón y de un olfato excepcional para el negocio, para descubrir nuevas voces. A finales de los años cincuenta, la "presencia negra" en la música se remitía exclusivamente a los márgenes artísticos de la canción, es decir, a la interpretación o a la composición de los temas, pero no a su comercio. Ése era un terreno vedado para los productores de la "raza dominante". Se trataba, en definitiva, de una exclusión más que debían soportar los negros de Estados Unidos, y que Cooke consiguió erosionar. Su estela fue seguida por otros empresarios destacados, entre ellos, el más sonado, Berry Gordy, director del sello Motown.
Precisamente, ese éxito en el mercado musical sigue siendo una de las principales sospechas que rodean el asesinato de Cooke. El autor de 'Wonderful world' falleció en 1964 cuando se encontraba en la cima de popularidad, justo después de desprenderse de su manager, Bobby Womack, quien, a la postre, contraería matrimonio con la mujer del cantante. Según Julián Ruiz, una de las sospechas de la muerte apuntaría a esa dirección, a una especie de conspiración sentimental y empresarial tramada, quizás, entre ambos. La noche que murió Cooke, éste se había alojado en un motel con Lisa Boyer, una dudosa aspirante a estrella de la música, que le llevaría a un callejón sin salida. Lisa abandonaría a Cooke antes de consumar el "acto", huyendo por la ventana y denunciando a la policía un intento de violación. Enervado, Cooke buscaría a su amante por la pensión y tendría una discusión con la propietaria, quien, según las investigaciones policiales, le dispararía en defensa propia hasta causarle la muerte. La dueña del motel sería exculpada más tarde en un juicio rápido, casi sumario, y, según relata Ruiz, pasaría a convertirse en una heroína.
El asesinato de Cooke está cubierto por aguas turbias, que, probablemente, escondan una trama más intrincada aún. Tras la muerte, las pesquisas que alentaron los familiares del artista (a excepción de su mujer) destaparon un caso digno de "novela negra". Al parecer, el cadáver de Cooke estaría plagado de magulladuras, signos evidentes de una paliza que, raramente, podría haber propinado la dueña del motel. Sin duda, la literatura y el cine podrían cebarse con el asunto, como casi siempre ocurre con estos personajes, en los que se reúnen la genialidad, la desdicha y, para mayor morbo, el misterio de un asesinato. El caso de Cooke está resuelto a efectos judiciales, pero ni mucho menos ha finalizado en el imaginario musical. Sin ir más lejos, los artículos de Manrique y Ruiz, publicados con el escaso margen de una semana.
Les dejo los enlaces de ambos textos, para que gusten y comparen:
-Julián Ruiz: "El cantante que inventó el soul". (http://www.plasticosydecibelios.es/sam-cooke-el-cantante-que-invento-el-soul/)