El Festival Territorios de Sevilla va a celebrar a finales de mayo su duodécima edición, con el objetivo de acercar, una vez más, músicas procedentes de “otras culturas”, no demasiado frecuentes en las salas de la ciudad y, mucho menos, en grandes espacios. Después de varios años de desorden organizativo y poca estabilidad económica, el certamen se mantendrá en pie con una programación especial dedicada a África –no sólo centrada en su música, sino también en el cine– y un cartel muy desigual, que no responde a la temática elegida. Entre los propósitos de Territorios está el de apostar por la “música de los pueblos”, un concepto tan abierto como vago, ya que puestos a seleccionar grupos, caben todos en el mismo saco.
Es la manía de los festivales con financiación municipal. Surgen con la idea de agrupar tendencias, géneros o “culturas”, y finalmente no saben ni ellos mismos qué están ofreciendo. De todas formas, poco importaría esto si los grupos invitados fueran de calidad. En Territorios hay demasiado relleno. Algo que es positivo, por una parte, puesto que se le dan oportunidades a grupos pequeños, pero que, en definitiva, bajan el listón en exceso. Sólo hay que comprobarlo en cada una de las citas: varios grupos abren con sus actuaciones desde la tarde, mientras la gente se va haciendo un sitio o va echando un rato con una cerveza en la mano. Hay que decirlo claro: nadie le echa ni puñetera cuenta a los que están sobre el escenario. Todo el mundo espera el concierto del grupo que cierra la noche, y cuando uno se quiere dar cuenta ha esperado varias horas, engordando la tripa y el precio de la entrada.
Generalmente, y salvo contadas excepciones, se da gato por liebre. Uno que es masoquista lo ha visto desde que empezó el festival en 1998. Ediciones que se dedicaron a la música celta, a la música mediterránea –¿alguien puede explicarme la relación de la música balcánica con la francesa?–, a Brasil, Cuba… acaban desorientando al personal y desesperando con la intervención de los mismos –véase Ojos de Brujo y Orishas, que son ya unos “clásicos” del mangazo–. Si algo bueno tuvieron las primeras citas, fue el despliegue de música gratis –y en ocasiones de calidad– por espacios públicos de la ciudad. Recuerdo, por ejemplo, un concierto de Mastretta en la plaza de San Andrés, y otras en el Salvador… Ahora eso apenas ocurre, ya que los escenarios –CAAC, Fundación Tres Culturas…– requieren cuota.
Menos mal que en esta edición alguien ha tenido la feliz idea de contratar a Wilco, que irá al rescate de un Territorios cada vez más devaluado y que, si nadie lo remedia, desaparecerá. No es que lo desee… Parece más bien una realidad.
Sobre Wilco escribiré próximamente. Mientras tanto hago una llamada colectiva para asistir al concierto. La cita es para el 29 de mayo. Allí me encontrarán.
Generalmente, y salvo contadas excepciones, se da gato por liebre. Uno que es masoquista lo ha visto desde que empezó el festival en 1998. Ediciones que se dedicaron a la música celta, a la música mediterránea –¿alguien puede explicarme la relación de la música balcánica con la francesa?–, a Brasil, Cuba… acaban desorientando al personal y desesperando con la intervención de los mismos –véase Ojos de Brujo y Orishas, que son ya unos “clásicos” del mangazo–. Si algo bueno tuvieron las primeras citas, fue el despliegue de música gratis –y en ocasiones de calidad– por espacios públicos de la ciudad. Recuerdo, por ejemplo, un concierto de Mastretta en la plaza de San Andrés, y otras en el Salvador… Ahora eso apenas ocurre, ya que los escenarios –CAAC, Fundación Tres Culturas…– requieren cuota.
Menos mal que en esta edición alguien ha tenido la feliz idea de contratar a Wilco, que irá al rescate de un Territorios cada vez más devaluado y que, si nadie lo remedia, desaparecerá. No es que lo desee… Parece más bien una realidad.
Sobre Wilco escribiré próximamente. Mientras tanto hago una llamada colectiva para asistir al concierto. La cita es para el 29 de mayo. Allí me encontrarán.
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