Lo bueno del verano son las tardes anchas como veredas, en las que encuentras todo o casi todo: el sueño, la siesta, el bricolaje, el estudio, la ducha medianera, la carrera con el sol horizontal, la cerveza en la frontera con la noche y, por supuesto, la música y la lectura, que se disfrutan más si el ambiente está húmedo. Dónde va a parar esta escena burguesa de aire acondicionado a aquella otra prehistórica del ventilador a pilas, renqueante, cabeceando con las aspas achicharradas y dispersando el viento sofocante. No hay color, ni calor. Ahora, con este clima de oficina, un disco suena a buen disco. Lo mismo que una novela parece una buena novela. La insoportable levedad del ser es más soportable con Fujitsus, y hasta te parece menos pedante Kundera si se lee por segunda vez. "Einmal ist keinmal", me recuerda antes de fotografiar Praga. "Una vez es nada". Te lo apuntas en la agenda de la memoria y te empeñas en creer que lleva razón, que lo que ha ocurrido ya no tiene repetición y que, por mucho que lo intentes, no volverás a bañarte en las mismas aguas, ni siquiera en el mismo río. Hasta suena distinta Nina Simone. Cuando creías que esa canción ya la habías escuchado veinte veces, quizás treinta, caes en la cuenta de que no había tenido precedente. Ésta es la primera vez. Y mañana volverá a ser igual. Igual de diferente.
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